jueves, 11 de marzo de 2010

PD

Llegó la primavera y el 21 fui a una excursión a San Antonio de Areco con un grupo de chicas y chicos. Todo fue muy lindo y me divertí mucho con una amiga, cuando por la tarde fuimos a una confitería a tomar una cerveza. Todo comenzó cuando nos enteramos de que la cerveza había que pagarla antes de tomarla y nos olvidamos de darle la propina al mozo. Al rato pasa otra amiga y como estábamos sentadas al lado de la ventana nos vio y nos preguntó que hacíamos allí, le dijimos que esperábamos a alguien, lo cual era mentira. Luego llegó un muchacho de unos 19 años, rubio, con unos ojos verdes que mataban, y nos preguntó si podía tomar una cerveza con nosotras. Le dijimos que no había problema y que se quedara, y con el tiempo esa respuesta fue de esos momentos que uno recuerda como "si yo no hubiera dicho eso en ese instante, nada de esto habría pasado", pero obviamente nunca supuse que podía llegar a ser una pregunta tan clave para mi vida. Nos contó que vivía en San Telmo, en una habitación que le alquilaban (casi que no le cobraban más que un par de pesos por mes) una pareja de amigos de su hermana, y trataba de llegar a comer todos los días con lo que ganaba vendiendo pulseritas (y collares y tobilleras, todas tejidas en hilo por él mismo) cada día de su semana en la Plaza Dorrego. Era de esas personas que no paran un minuto de hablar, pero en ningún momento llegó a parecernos denso, egocéntrico o aburrido. Tenía infinidad de anécdotas para contar y todas las detallaba a la perfección, siempre con una sonrisa que cubría casi toda su cara. Mágicamente, o así fue a nuestros ojos, su entrada ínfima de plata también le permitía salir todos los días a tomar algo con amigos (o desconocidos, como estaba haciendo en ese momento con nosotras), haberse comprado una guitarra usada que lo convirtió en el líder y cantante de su banda, bancar los gastos de vestuario para las obras que todos los semestres estrenaba la Escuelita de Teatro a la que iba, y como si no fuera demasiado, dejaba un resto para comprar comida y llevar todos los domingos al comedor infantil en el que daba clases de malabarismo a chicos sin una familia que los contuviera, en cualquier sentido que se quiera entender. Su simpleza era extrema pero de pronto nuestros problemas y conflictos se veían diminutos al lado de una vida tan agitada, tan sencilla y tan feliz. Nunca supimos de dónde las sacó, pero en el único momento que fue al baño volvió con dos margaritas miniatura que nos regaló por ser el Día de la Primavera, aunque nos aclaró que lo habría hecho igual en cualquier otro día del año. Después de un par de horas (reinadas por el dolor de panza que causa esa risa constante y poco habitual) ya no nos quedaba plata para comprar otra cerveza así que nos despedimos previo intercambio de teléfonos (en realidad solo le pasamos los nuestros, él no tenía en la habitación dónde vivía y ni siquiera se acordaba la dirección exacta). Todo daba a entender que era de esas personas a las que no íbamos a volver a cruzar jamás, pero el destino se vengó de que no creyéramos en él, y tres meses después de ese día, justo antes de las Fiestas, me llamó a casa y me saludó como si esa cerveza compartida hubiera sido el día anterior. Me invitó a ver la obra de teatro que estaba por estrenar, en la que era co-protagonista, y prometió pasarme a buscar para llegar a la sala juntos. Así fue, y después de los minutos que me costó calmar los nervios (en realidad me los calmó él, con su sencillez y su permanente sonrisa que prohibía incomodidad) pude disfrutar completamente la obra. No solo quedé admirada al verlo en escena, sino que me atrajo de una manera inmanejable todo el mundo que se encerraba en esa salita, los otros actores, el director, los chicos que hacían con lo que podían el juego de luces para darle el toque de iluminación profesional, los nenes hijos y sobrinos del elenco que repartían volantes entre el público, cada uno de esos personajes que había arriba y abajo del escenario me incitaba a querer conocerlos, preguntarles hasta el cansancio sobre el amor que sentían por lo que estaban haciendo, meterme de alguna manera en ellos para experimentar aunque sea un ratito lo que ellos vivían todos los días.

PD: el fragmento en cursiva fue extraído de un papel que encontré roto en la calle, y tuve ganas de imaginar su continuación. El final todavía no está escrito...