martes, 26 de enero de 2010

Merlina

Villa de Merlo es la ciudad turística central de la provincia de San Luis, pese a no ser su capital (causalidad y no casualidad seguramente). Está ubicada al noreste de la provincia y limita en su totalidad con la provincia de Córdoba, lo que da a ambas zonas aspectos muy similares.
Como todos los pequeños y enormes aspectos de la vida, las conclusiones dan giros completos según el punto que se tome como perspectiva. Tomando como mirada una simple descripción geográfica-turística puedo contar los siguientes datos:
  • la mayoría de las construcciones surgieron a partir del año 2002, luego de que gracias al Corralito, la gente debía justificar con construcciones reales el dinero que iba retirando. Increíblemente esta tragedia económica y financiera argentina fue un buen puntapié para el repunte de San Luis en esta última década.
  • tanto las casas residenciales como los hoteles y cabañas para hospedaje no tienen permitido realizar sus edificaciones con más de dos pisos de alto, por una cuestión que pretende conservar la imagen, los beneficios del sol y el paisaje natural.
  • la gobernación de los hermanos Rodríguez Sáa fue la responsable del excelente estado de la provincia, sin entrar en orientaciones políticas obviamente, está a la vista que ese miedo frenético porteño de salir a la calle no existe por estos pagos; y, según el simpático encargado de la excursión de hoy, la técnica política llevada a cabo es conservar (y aumentar) la población puntana, llevando a cabo proyectos educacionales que forman profesionales con máximas posibilidades de crecimiento en la mismísima San Luis.
  • entre muchas de las obras realizadas en estos últimos veinte años, están las rutas que permiten ascender a varias de las Sierras que rodean a Merlo. Una de ellas (la única visitada por mí hasta ahora) es la que lleva hasta el "Filo", denominado así por ser el límite sobre la Sierra en el que mirando hacia un lado encontramos San Luis y mirando hacia el otro encontramos Córdoba.
  • durante el ascenso puede apreciarse cómo las sierras fueron dinamitadas para poder construir el camino de asfalto (antes de ripio, mucho más peligroso) y esto permite también ver la milenaria antigüedad geológica de esas rocas, por los distintos colores en cada una de las piedras.
  • las más abundantes son quarzo (blancas) y mika (transparentes brillantes), y junto con los distintos verdes y amarillos de la vegetación de las sierras forman un colorido que corta la sequedad de tanta roca. Los pastos más verdes son los recién crecidos, tan jóvenes por culpa de los incendios (provocados por seres humanos, claro está) que el año pasado azotaron esta zona del país, y de las sequías que aunque ya no tan violentas, persisten dejando mucho terreno muerto de sed.

¿Por qué es tan difícil para nosotros, bichos de ciudad, acercarnos a la naturaleza? ¿Cómo nos cuesta tanto entender que la Tierra es la base, la madre, el todo, lo único que deberíamos valorar?
Salir un poco de Buenos Aires ayuda a abrir los ojos, pero eso no es suficiente para que podamos sentir la vida. No es una utopía, ni una filosofía de vida naturista, ni un futuro propenso a salvar las ballenas y los pandas, no es un pedazo de literatura poética. Es lo que alguna vez todos deberían sentir, experimentar, vivir, y cuando llegue ese momento van a sentir que entienden a lo que me estoy refiriendo.
Personalmente y a mis casi 21 años pasé una sola noche por ese estado: pero acabo de borrar todo lo que había tipeado, todo el relato con detalles de ese momento. Lo voy a seguir manteniendo como mi secreto. Es mi secreto con la Tierra, y esa conexión de la que hablo es tan intensa que no tiene propósito que yo hable de mi experiencia, porque no puede describirse, ni explicarse ni contarse, es un segundo en el que nosotros, seres humanos, podemos sentir el abrazo de todo un mundo al que pertenecemos, por un ratito dejar de ser solo miembros del facebook y de un país, de un barrio y de un par de ideas que nos guían. Por un segundo sentirnos solo hijos de una masa sinfín que nos está abrazando todos los días, que nos está cuidando, que nos está pidiendo a gritos que dejemos de hacerle daño, que tomemos conciencia de lo básico que es el papel que juega en nuestras vidas. Que el egoísmo deje de poseernos y de una vez por todas abramos los ojos, abramos el alma a un mundo que nos da en exceso todo lo que puede y solo necesita que tengamos un mínimo de apreciación por ello.
Pero lamentablemente ese segundo no es eterno, como debería ser. O sí, y yo todavía no supe dar ese paso que lo convierta en algo más que una estrella fugaz interior.

Este tipo de pensamientos son los que florecen gracias al escape de la ciudad. Quizás plasmarlos en este blog me ayude a mantenerlos un poco más y, en el mejor de los casos, contagiarlos a alguien que entienda de qué estoy hablando. No sé si seré yo ese alguien...

jueves, 14 de enero de 2010

Y el mar

Ella sabía que no era uno más.
Él sabía que era una más, pero distinta.
Esta vez era recíproco, esta vez sentía por primera vez que un hombre la podía querer de verdad, con la fuerza de un sentir que nadie había experimentado por ella.
Esta vez no la volvería a ver, aunque sus viajes inciertos hicieran que algún día volviera a desembarcar en ese mismo puerto, algo en su interior le gritaba que esta situación no se iba a repetir.
Cansada de los maltratos, del olor a pescado constante y tan impregnado en su alrededor que había disminuido su capacidad de olfato, de ver tantas caras y ni una mirada. Su vida no era un cuento de amor, no tenía hermanastras malvadas ni príncipe azul, no creía en Cupido y no toleraba el romanticismo empalagoso. Pero en el fondo de sus ideas, y de manera bien oculta (tanto que ninguno de sus pocos allegados conocía ese aspecto de su ser) tenía la esperanza de que en algún rincón del globo terráqueo, existiera un alma con quien pudiera compartir un té con leche alguna mañana, o escucharla durante horas mientras descargara su desprecio por algún que otro familiar que no se comportara como tal.
Cansado de una rutina repleta de cambios constantes, que nunca llegaban a alterar relevantemente su vida. Había heredado no solo la buena presencia de su padre, sino también la rudeza, el mal carácter y el oficio. Los últimos dieciseís años había concretado el mito de que los marineros mantienen Un amor en cada puerto, pero pese a su poca delicadeza para tratar asuntos sentimentales, tenía conciencia de que lo que él conservaba en cada puerto no eran amores.

El flechazo fue real, no hicieron falta más que algunas horas para que las expresiones de ambos se tornaran sonrientes, las arrugas que cada uno había cosechado no lucían enojo acumulado, y el diálogo fluido parecía no tener fin. Pero un par de semanas no iban a ser suficientes para demostrarse tantos sentimientos, un tanto desconocidos hasta el momento, aunque nada desencontrados. Lo que siempre había sido solo una cantina, sucia y vencida por la antigüedad, se había transformado en un lugar lleno de recovecos para hacer carne un deseo fortísimo del que eran prisioneros. Nunca habían estado en pareja con un amor tan ferviente en el medio, e incluso tomándolo como debut de semejante etapa de la vida, se sentían tranquilos, acostumbrados, entregados hacia ese Otro que jamás habían visto y tanto conocían, por tanto haberlo esperado.
Ni el olor a pescado, ni las órdenes del capitán borracho y malhumorado podían tener peso durante los 13 días que duraría esta unión. Tampoco cargaban odio por esa fecha de vencimiento, quien sabe si hubiera sido tan profundo en caso de poder extenderse.

El último beso tampoco fue uno más, fue el más doloroso y el más sentido. Dejó en él alegría, un recuerdo, un sueño, y un autoestima sumamente elevado por haber recibido tanto amor, todo junto. Dejó en ella otro dolor, superado por la inmensa felicidad de haberlo encontrado, y poseído aunque el tiempo (siempre relativo) juntos hubiera sido tan corto.
Las vidas rutinarias volvieron a su lugar, la cantina volvió a verse sucia y vieja, pero algo había cambiado y no tenía vuelta atrás: en algún lugar del mundo, los dos se encontraron cada vez que miraron hacia el mar.

viernes, 8 de enero de 2010

Diez días separaron mi promesa de no abandonar el blog, pese a su única primer entrada, y mi reaparición en este espacio. Y no voy a tomarme el trabajo de explayar un relato acerca de este tramo de ausencia, simplemente porque no lo considero algo necesario y/o apetecible para esta entrada.
Ayer me propuse hacer un ejercicio que ya había practicado alguna vez. Impulsada por mis nuevas extensas caminatas diarias (pasear hasta el cansancio a un perrito cachorro conlleva estas obligaciones), decidí no escuchar la radio con los auriculares sino tomar nota mental de cada uno de los sonidos que me rodeaban. Parece un acto simple y cotidiano que realizamos involuntariamente, pero al concentrar la atención únicamente en cada uno de los sonidos percibidos todo parece tener nuevas razones y explicaciones.
Tomé como base la instrucción repetida hasta el hartazgo en la última novela que ayer terminé de leer: Agudizar el oído. En realidad hace tiempo trato de llevar esta consigna como base de mi vida cotidiana, pero ayer decidí seguirlo literalmente y al pie de la letra.

Barracas es un barrio dentro de todo habitacional, aunque últimamente su popularidad está subiendo gracias a la construcción de nuevos edificios modernosos y la instalación de grandes firmas en la zona. Pero hay una diferencia notable entre la Avenida principal (Montes de Oca) y las calles que la circundan.
Como no puede ser de otra manera, los sonidos que se distinguen en estos dos sectores son totalmente distintos. Al caminar por la Avenida se escuchan todo tipo de ruidos: de motores, de camiones y colectivos, de bocinas, bullicio de las muchas personas que van caminando, martillazos y picadoras de los obreros instalados en varias esquinas, hasta el chillido de las rueditas de los carros de algunos cartoneros que realizan su trabajo no a la noche, sino a la mañana.
Doblé por una de las perpendiculares a la Avenida, la calle de la Plaza Colombia, y en pocos pasos todo cambió. Los árboles altos y corpulentos abundan en las cuadras interiores del barrio, así como escasean sobre la Avenida. Y en estas cuadras ya no percibo ruido, sino que percibo sonidos: el bamboleo de las ramas de los árboles, algunas hojitas en el suelo que crujen al ser pisadas (muy pocas gracias a esta estación del año), pajaritos que le cantan al comienzo del día, la música tranquila y suave que acompaña el desayuno en una cafetería modesta, varias persianas que recién se están levantando.
Mi barrio está ubicado al sur de la Ciudad de Buenos Aires, y con una sutil imitación al sur patagónico, hay un sonido permanente al que los habitantes estamos acostumbrados: a veces muy suave, casi imperceptible, y a veces tan fuerte y ruidoso, con un tinte característico de película de terror, el viento dice siempre Presente. Pero es un sonido que casi paso por alto, es como la música funcional, como la gente que cruzamos por la calle y vemos pero no miramos, está y no reparamos conscientemente de ello.
Todo se torna más silencioso cuando se repite el mismo camino, a la noche.
En el transcurso me topo con más de uno que está haciendo el último paseo canino del día como yo, con otros que eligen hacer un pequeño recorrido mientras fuman un cigarrillo, y con no muchas personas más, con distinto rumbo. Los sonidos son casi nulos, retumba la batería de una banda que prefiere ensayar en horario nocturno, y se sienten los pasitos de algunos gatos vagabundos que van paseando por el barrio. Solo encuentro un efecto sonoro que no registro durante el día, y que tampoco puedo definir con precisión: puede ser la chimenea de un barco (de vapor?), la bocina de la locomotora de un tren; ambos medios de transporte rodean la ciudad y sus efectos pueden ser posibles, solo el viento que los trae al soplar, cada noche en distinta dirección, sabe de qué se trata. Si se lo escucha con atención y con los ojos cerrados, lo más probable es que se pueda ver una imagen tenebrosa de una estación de tren abaondada, o de un barco de piratas a mar abierto, cubierta de neblina, advirtiendo que la cosa va a ponerse fea.