jueves, 14 de enero de 2010

Y el mar

Ella sabía que no era uno más.
Él sabía que era una más, pero distinta.
Esta vez era recíproco, esta vez sentía por primera vez que un hombre la podía querer de verdad, con la fuerza de un sentir que nadie había experimentado por ella.
Esta vez no la volvería a ver, aunque sus viajes inciertos hicieran que algún día volviera a desembarcar en ese mismo puerto, algo en su interior le gritaba que esta situación no se iba a repetir.
Cansada de los maltratos, del olor a pescado constante y tan impregnado en su alrededor que había disminuido su capacidad de olfato, de ver tantas caras y ni una mirada. Su vida no era un cuento de amor, no tenía hermanastras malvadas ni príncipe azul, no creía en Cupido y no toleraba el romanticismo empalagoso. Pero en el fondo de sus ideas, y de manera bien oculta (tanto que ninguno de sus pocos allegados conocía ese aspecto de su ser) tenía la esperanza de que en algún rincón del globo terráqueo, existiera un alma con quien pudiera compartir un té con leche alguna mañana, o escucharla durante horas mientras descargara su desprecio por algún que otro familiar que no se comportara como tal.
Cansado de una rutina repleta de cambios constantes, que nunca llegaban a alterar relevantemente su vida. Había heredado no solo la buena presencia de su padre, sino también la rudeza, el mal carácter y el oficio. Los últimos dieciseís años había concretado el mito de que los marineros mantienen Un amor en cada puerto, pero pese a su poca delicadeza para tratar asuntos sentimentales, tenía conciencia de que lo que él conservaba en cada puerto no eran amores.

El flechazo fue real, no hicieron falta más que algunas horas para que las expresiones de ambos se tornaran sonrientes, las arrugas que cada uno había cosechado no lucían enojo acumulado, y el diálogo fluido parecía no tener fin. Pero un par de semanas no iban a ser suficientes para demostrarse tantos sentimientos, un tanto desconocidos hasta el momento, aunque nada desencontrados. Lo que siempre había sido solo una cantina, sucia y vencida por la antigüedad, se había transformado en un lugar lleno de recovecos para hacer carne un deseo fortísimo del que eran prisioneros. Nunca habían estado en pareja con un amor tan ferviente en el medio, e incluso tomándolo como debut de semejante etapa de la vida, se sentían tranquilos, acostumbrados, entregados hacia ese Otro que jamás habían visto y tanto conocían, por tanto haberlo esperado.
Ni el olor a pescado, ni las órdenes del capitán borracho y malhumorado podían tener peso durante los 13 días que duraría esta unión. Tampoco cargaban odio por esa fecha de vencimiento, quien sabe si hubiera sido tan profundo en caso de poder extenderse.

El último beso tampoco fue uno más, fue el más doloroso y el más sentido. Dejó en él alegría, un recuerdo, un sueño, y un autoestima sumamente elevado por haber recibido tanto amor, todo junto. Dejó en ella otro dolor, superado por la inmensa felicidad de haberlo encontrado, y poseído aunque el tiempo (siempre relativo) juntos hubiera sido tan corto.
Las vidas rutinarias volvieron a su lugar, la cantina volvió a verse sucia y vieja, pero algo había cambiado y no tenía vuelta atrás: en algún lugar del mundo, los dos se encontraron cada vez que miraron hacia el mar.

1 comentario:

  1. parece una cancion de arjona el final. Muy poetico,aunque sigue desencajando lo del olor a pecado :P jaja...
    te con leche mañanero, hace tanto que no tomo un te con leche.

    Este fue un trabajo de taller de expresion verdad? y si asi lo fuera no le quita ningun merito...

    nos vemos, capaz mañana publique algo, estate atenta ohhhhhhhh! jaja

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